Hace sólo diez años…
O hace más de diez años que ya veníamos denunciando la creciente corrupción en el sistema de formación profesional ocupacional. Una corrupción que fue posible gracias a la permisividad oficial, a la utilización de las subvenciones como moneda de cambio, y a la sistemática y paulatina demolición de los sistemas públicos de enseñanza, que suponían un agravio comparativo en calidad y coste.
Ayer fueron imputados dos expresidentes de la Junta de Andalucía, precisamente por estos temas.
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Hoy día nadie duda de que, en plena “era del conocimiento”, la mera posesión de información supone una innegable ventaja competitiva. La adquisición, por tanto, de competencias profesionales lo ha de ser aún más, ya que éstas nos dotan de la posibilidad de actuar en la dirección correcta y obtener resultados.
Las competencias, no obstante, no se adquieren exclusivamente a través de la formación. En un próximo número tendremos tiempo de analizarlas y ver cómo otros factores, tan importantes o más que el antes mencionado, contribuyen a hacernos “competentes” para ciertas y determinadas funciones. Esto, sin embargo, lo olvidamos o lo ignoramos deliberadamente ante el jugoso negocio que representan las acciones formativas. Cada vez más se insiste en afirmar que mientras más cursos, seminarios, talleres, o congresos haya, mejor. Y estos eventos surgen como setas por toda la geografía nacional, al tiempo que se multiplican las instituciones temporales o permanentes encargadas de llevar a cabo esta actividad, que imagino lucrativa. Y digo imagino porque la formación seria y responsable nunca fue un negocio con el que uno pudiera hacerse rico de la noche a la mañana. Pensemos que los cursos subvencionados con fondos públicos prevén, para las empresas privadas que los programan, un mero diez por ciento de beneficios sobre el precio de coste; que las instituciones públicas dependen de los presupuestos correspondientes y rara vez tienen superávit, y que para lanzarse al mundo de la formación a pecho descubierto hay que ser muy valiente y arriesgado.
¿Por qué entonces este exceso de oferta que inunda nuestro entorno y satura, con cursos de todo tipo, los curriculums de cientos de miles de aspirantes a profesionales? Porque evidentemente hay un lucro, en muchos casos no declarado. Un lucro que procede fundamentalmente – en los casos de aquellos cursos subvencionados creados para hacer dinero fácil y rápido – de la drástica reducción de los costes de los mismos. Profesores mal pagados y – en ciertos casos – obligados a firmar contratos por cuantías superiores a lo que perciben, profesores sin los requisitos de profesionalidad y experiencia exigidos en las especificaciones de los cursos, disminución hasta límites insospechados de sus medios materiales, programación preferente de acciones con bajos requerimientos de inversiones, cursos con alumnos sin el perfil indispensable para aprovechar algo de sus contenidos – si es que hubiera algo que aprovechar – y, hasta en muchos casos… cursos con alumnos fantasmas, cuyas firmas aparecen de forma misteriosa sin que tengan que asistir a clase.
Todo esto crea un confusionismo en el resulta muy difícil moverse. Los cursos “basura” deterioran el prestigio de la propia formación y, lo que es peor, frustran las expectativas de muchos jóvenes. Lo de menos es que sean una malversación para la sociedad. Lo más importante es que constituyen una estafa para sus destinatarios, a los que roba tiempo e ilusiones.
Como cada vez es más difícil conseguir alumnos – no digo ya alumnos adecuados, digo simplemente alumnos – hay ciertos chiringuitos formativos que, de manera moralmente fraudulenta, organizan cursos de pomposo título. Ya no “vende” ser camarero o cocinero, dos de las profesiones más demandadas. Hay que hacer un curso de Alimentación y Bebidas, Marketing Turístico, Relaciones Públicas o Planificación Turística, aunque los candidatos no tengan experiencia alguna y no hayan superado la EGB. Que conste que hay muchas otras prestigiosas instituciones que programan cursos de similar denominación, aunque con una dura y estricta selección de los candidatos y un adecuado control de calidad.
Luego, claro, pasa lo que pasa. Los egresados de los antes mencionados tenderetes demandan puestos en correspondencia con los diplomas que han obtenido y se ofenden si, haciéndoles un favor, alguna empresa les ofrece un puesto de Auxiliar de Cocina.
Otros problemas que enrarecen el mercado de trabajo son los derivados del exceso de confianza en la formación. Como si poseyeran la máquina de hacer milagros, instituciones que pueden considerarse serias en sus intenciones opinan que, partiendo de un elevado nivel de formación general de los alumnos, resulta posible desarrollar en los mismos las competencias que se deseen, siempre que la formación esté adecuadamente planificada y su nivel de calidad sea óptimo. Ya veremos en otra ocasión por qué esto es una falacia.