Hace ya casi tres décadas que El Centro Psicoanalítico de Madrid realizó un estudio sobre el “Síndrome de Envilecimiento”, un episodio bastante más frecuente de lo que se diagnostica en el ámbito clínico, y que consiste en la aparición de una relación insana que compromete la identidad personal de un individuo, el “envilecido”, quien se somete conscientemente a la pérdida de sus valores, sus principios, su forma de pensar y, en última instancia, su dignidad. Esto ocurre bajo la influencia de otro actor en la ecuación, el llamado “envilecedor”. El primero acaba sustituyendo sus creencias y convicciones por los que les dicta el segundo, bien por conveniencia de algún tipo, incluida la económica o material, o por pura sugestión, hechizo, fascinación o encantamiento.
Cuando la dependencia del sujeto envilecido no es únicamente interesada, o no lo es en absoluto, es cuando se identifica la patología social. En ese momento, el mencionado sujeto se afana desesperadamente en acallar su propio conflicto interno, interpretando positivamente cualquier argumento que se le facilite, y – especialmente – tratando de agigantar irracionalmente la valía del “envilecedor”.
Este síndrome aún está prácticamente relegado a la esfera clínica, a menudo en entornos domésticos o laborales, a pesar de que puede identificarse como un grave fenómeno colectivo en algunas situaciones no muy lejanas. Por ejemplo, en cómo la mayoría de los habitantes de Alemania basculó hacia actitudes totalmente impensables, por obra y gracia del «envilecedor» Hitler. Aquello fue una auténtica pandemia que degradó a millones de personas hasta un nivel del que la mayoría no se recuperó. Unos, porque fueron activos propagandistas del ideario nazi. Otros, porque simplemente callaron.
También podemos identificar el “envilecimiento colectivo” en prácticas políticas más actuales. Hay muestras de ello. Una es, por ejemplo, cuando un presunto líder “envilecedor” se coloca en una situación de mercado potencial y transige con la venta, el canje o la cesión de todo aquello que le pidan posibles aliados – no necesariamente amigos, sino más bien lo contrario- para cederte poder. Luego, te inventas una justificación que, simplemente, pueda escribirse, para hacer que tus colaboradores repitan – por activa y por pasiva – la lectura de lo escrito, aunque ello implique el propio envilecimiento, degradación, humillación y deshonra de todos ellos. Y su completa inhabilitación para futuros escenarios más normales.
Cabe pensar que el envilecedor es el primero que se degrada en el proceso… Craso error. Ya suele venir envilecido, como puede comprobarse por sus prácticas y procedimientos iniciales.
Acciones paralelas pueden ser la eliminación de los díscolos y su sustitución por personas con menos prestigio que perder. O que no puedan perder nada. Y, también y muy importante, el retorcimiento legislativo de todas aquellas normas necesarias para obtener elementos de trueque.
Por último, la repetición periódica, obsesiva y coral de mensajes inducidos por personas destacadas o conocidas en el ámbito de la política o de la comunicación, evidentemente por los motivos ya citados, va reforzando la opinión de aquellos que escuchan lo que quieren oír, y —esto es lo peor— minando también la de los que nunca tuvieron muy clara la delgada línea roja cuyo cruce nos hace perder la honradez, la decencia, el pundonor y, en una palabra, la dignidad.
Hay muchos otros que lo tenemos más claro. De ellos, los ciudadanos anónimos, como yo, poco podemos hacer. Pero si son personas que tienen o han asumido en el pasado importantes responsabilidades, nadie les va a perdonar que hoy se mantengan callados. Por eso cada día vemos cómo van apareciendo más. Y sus testimonios, o sus silencios, quedarán grabados para el futuro.