Dado lo complejo de este tema, he pensado dividirlo en dos partes. En la primera, aporto el artículo que escribí en 2008, nada más ponernos a organizar acciones formativas de “Gastronomía Molecular” para el profesorado de FPE de toda España. Hemos de señalar que iniciamos el camino con ilusión, que mantuvimos nuestra imparcialidad – como no podía ser de otra manera – y que evitamos intermediarios, desarrolladores, comercializadores, explotadores y hasta iluminados que se creían inventores de esta corriente.
Nos costó trabajo encontrar a la persona adecuada, lo que se logró gracias a Paco del Castillo. Fue el biólogo Manolo Martín. Muy familiarizado con los trabajos de Hervé This y Nicholas Kurti, Y que, además, venía empleando en sus clases la obra de Robert L.Wolke: “Lo que Einstein le dijo a su cocinero”, declarada en 2005 por las instituciones James Beard Foundation e International Association of Culinary Professionals como el mejor libro técnico de referencia para la gastronomía.
En la siguiente, ofreceré una perspectiva del resultado de la experiencia y mi opinión personal sobre aquella demanda formativa que motivó una nueva etapa de investigación en nuestro Centro.
Ocho años después.
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La “deconstrucción” de la Gastronomía Molecular.
En mis años mozos tuve el atrevimiento de publicar en cierto periódico universitario un artículo titulado “Los catedráticos analfabetos”, que me costó un disgusto bastante gordo. Para mi argumentación me apoyaba en un párrafo de Ortega y Gasset (Unas lecciones de metafísica)
“…. es preciso volver al revés la enseñanza y decir: enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante.”
El escrito era una crítica hacia el poco motivador método universitario en general y, en particular, hacia un hecho concreto que había causado la indignación en nuestro entorno. Se había dado, sin oposición, una cátedra de Fisiología a un físico retornado del extranjero que, como desconocía la materia a impartir, se dedicó a enseñar la teoría de la relatividad, junto con otros temas totalmente irrelevantes para la carrera. De lo que se privaba a los alumnos era, ni más ni menos, que de toda la bioquímica relacionada con los nutrientes y su metabolismo, que yo había cursado el año anterior con un excelente profesor adjunto que fue apartado – precisamente – para dar paso al nuevo titular.
La inutilidad de aquel artículo y mi ingenuidad creo que están fuera de toda duda, por los ejemplos que aún se siguen viendo en la actualidad.
Cuando los caminos de la vida me llevaron al terreno de la enseñanza, me propuse firmemente – desde la responsabilidad que en cada momento ostentara– no sólo seleccionar profesores con la formación específica para la materia en cuestión, sino también analizar la necesidad de todos y cada uno de los contenidos de cada proyecto formativo. A ello me ayudó el temprano descubrimiento de los objetivos de aprendizaje, que me acostumbró a formularme, antes que nada, la clásica pregunta ¿Qué deseo que sea capaz de hacer el alumno al final del curso? . Ello evitó incluir en los programas mucha basura innecesaria y permitió centrarse en lo verdaderamente importante.
Pero eso no era todo. También era necesario transformar los alumnos en agentes activos de aprendizaje, despertando – como pretendía Ortega – su curiosidad por aquellos conocimientos, destrezas y actitudes que necesitaban adquirir para que sus conductas se modificaran en la dirección adecuada.
Hace ya bastantes años que nos dimos cuenta de que era necesario incluir, en la formación de Cocina, las bases de los procesos que se producen en esta actividad. Introdujimos un módulo de “Física y Química de la Cocina” en donde se estudian – al nivel adecuado – todos los más importantes. Se trataba de implantar un método racional y la utilización de una terminología unívoca. Aún es frecuente ver cómo se emplean, de forma indiscriminada, palabras como “emulsión”, que bastantes cocineros no diferencian de la acción y efecto de “espesar”. La confusión en este caso es relevante, sobre todo en platos como el bacalao al pil-pil, en donde se emplean todo tipo de artimañas para conseguir algo parecido, aunque esencialmente diferente, a lo que sólo se puede lograr moviendo la cazuela sin parar durante veinte minutos. Comprender ese y otros procesos físicos y conocer, además, cuales son los agentes y las técnicas necesarias para lograrlos, constituyen los pilares sobre los que fundamentar la profesión. Otro de los muchos temas tremendamente importantes y en los que existe un nicho de mercado, es en de las frituras. A finales del año 96 escribí un artículo en IH sobre calidad, en el que decía que aquella “moda” no había conseguido mejorar la situación de los establecimientos que daban boquerones fritos. La situación ha empeorado doce años después. Sólo conozco en el mundo cuatro lugares en donde se pueden comer, y curiosamente uno – ¡faltaría más! – es mi casa. Algunos me dirán que es que salgo poco y es verdad. Seguro que hay más de cuatro. Pero entre los cuatrocientos mil establecimientos que los ofrecen, dar con el que te los fríe bien es más difícil que llevarse el bote de la Primitiva. Lo mismo diría de las patatas fritas, aunque algunos me pueden argumentar que hay grandes empresas de “fast-food” que tienen los procesos muy bien estudiados. De acuerdo, muy bien estudiados para su conveniencia, porque cuando analizamos esas patatas tan ricas que ofrecen algunas compañías, tienen tal cantidad de grasas “trans” (ya saben, aquellas de las que se comenta que pueden ser cancerígenas), que más vale que las hubieran frito con manteca de cerdo. Para los que no lo sepan aclararé que dichas grasas proceden de la hidrogenación artificial de aceites vegetales y de la reutilización de éstos, aunque sean de oliva virgen extra. Curiosamente, en ciertos países y en establecimientos de las mismas multinacionales, esas patatas y otros fritos como el pollo están libres de “trans”.
El aprendizaje adecuado de estos procesos, y su lógica científica, es algo en lo que todos los responsables formativos hoteleros soñamos. Por eso, hace años iniciamos el camino de su inclusión en los temarios. Como era una materia un poco árida, comenzamos a utilizar libros amenos y didácticos como el de Hervé This, “El Secreto de los Pucheros”, “Les Secrets de la casserole”, que nos servía de motivación. Se hacían prácticas curiosas, como el Huevo Hervé This, un espécimen de gallina cocido al horno a 65 Cº , temperatura a la que sólo coagula la gamma livetina de la yema, además de la clara de una forma suave, dejando aquella en un estado de gel, o “gomoso”. Otra opción es cocerlo a 70º, a fin de coagular también el colesterol malo y de paso la alpha livetina, con lo que la yema queda un poco más consistente. No obstante y en ambos casos, adquiere una textura especial y la clara queda semifluida. Hay quien sirve el huevo con sus dos componentes y quien lo combina de diversas formas. Lo mejor es que nadie rechista ni de estas presentaciones ni de la factura que puedes pasar por ellas. La tecnología lo vale.
Lo que no terminaba de colar era la Salsa Kientzheim, ya que a pesar de su esotérico nombre, los alumnos nos decían que era una holandesa hecha, fuera del fuego, con mantequilla fundida. La cambiamos por otros experimentos novedosos menos sospechosos de plagio, aunque sin dejar de centrarnos en el análisis científico de las reacciones y métodos de cocción tradicionales.
Bueno, pero ¿de donde sale lo de la “Gastronomía Molecular”? Las bases las plantó Nicholas Kurti, físico húngaro, el 14 de marzo de 1969 en una conferencia en la Royal Institution de Londres bajo el título “Un físico en la cocina” y en donde pronunció la ya tan repetida frase: «Es triste que conozcamos mejor la temperatura del interior de las estrellas que la del interior del suflé». También habló de las propiedades de la piña para ablandar la carne, pero la verdad es que en muchos lugares del mundo ya era práctica milenaria hacerlo tanto con piña como con papaya, quizás más efectiva.
En aquella conferencia no se mencionó para nada el nombre que nos ocupa. Por otro lado, Hervé This había comenzado en el año 1980 a comprobar los fundamentos científicos de los “consejos de la abuela”, lo que concretó en su libro antes citado y en el que no aparece tampoco la palabra “molecular”.
Seis años más tarde, Kurti y This se conocieron en un restaurante parisino que hay cerca del Odeón, el “Chez Maître Paul”, y descubrieron que sus visiones se complementaban. El primero era un físico preocupado por introducir la ciencia en la cocina y el segundo, un químico interesado en confirmar o desmentir muchos mitos y leyendas culinarias. Decidieron asociarse y bautizar su iniciativa. En 1988, tras barajar diversas opciones, se decidieron por el de “gastronomía molecular”, que da nombre a la traducción americana del libro de los pucheros de This, denominado allí “Molecular Gastronomy”.
Pues bien, volviendo a lo de la motivación a que me refería al principio, aquella curiosidad científica o necesidad de conocimientos a que aludía Ortega, no se ha producido en la física y la química de la cocina de una forma tan arrolladora hasta que Ferrán Adrià, seguido de otros cocineros – entre los que me gustaría destacar a nuestro paisano marbellí Dani García y su nitrógeno – no han inundado los medios de comunicación de todo el mundo con sus demostraciones. Son tantas las peticiones que hemos recibido de organizar un curso de “Gastronomía Molecular” para la formación del profesorado, que lo hemos programado con ese mismo nombre. Con él pretendemos contribuir a concienciar de las enormes posibilidades que el conocimiento científico ofrece a la gastronomía, tanto para desarrollar y potenciar la cocina tradicional, como para lanzarse a la búsqueda de nuevas aventuras.
Otro día trataremos la Dieta Mediterránea, o Mediterranean Diet, patrimonio Inmaterial de la Humanidad.