Como algunos lectores se pierden en los excesivos análisis de los certificados de profesionalidad actualmente en vigor, vamos a tratar de simplificar con algún ejemplo ilustrativo. No vamos a comentar ninguno de los 24 certificados de nuestra familia profesional, ya que por estar demasiado cercanos podríamos perder perspectiva. Vamos a escoger uno que nos ha parecido interesante de las restantes 26 familias. Uno del máximo nivel, o sea del nivel 3.
Se llama Financiación de Empresas. Una vez, finalizado, los alumnos estarán en condiciones – según ese mismo certificado – de ocupar alguno de los siguientes puestos de trabajo:
Los requisitos de los alumnos deberían ser, legalmente, de bachiller, aunque también sería del todo insuficiente. No obstante, el certificado no lo indica por ninguna parte. En su lugar, se puede leer:
Como ya dijimos que cada Certificado era de su padre y de su madre, que no había habido una coordinación entre ellos, habría que analizarlos uno a uno para emitir una opinión al respecto. Pero basta que haya ejemplos de este tipo, para que los mercaderes de la formación se lancen sobre los más propensos a ofrecerles cuantiosos beneficios, sin tener que salirse de una tan penosa legalidad. El hecho de que se dilapide un dinero curioso y, sobre todo, de que se deje a quince personas de una misma localidad, a veces minúscula, con la frustración de no poder llegar a ser el director del banco de su pueblo, sería motivo suficiente para enviar estas acciones a la fiscalía.
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Reflexiones y curiosidades.
En el número anterior aludí a ciertos fallos en el diseño de la formación profesional. Creo que no hace falta explicar que, como todo lo que escribo en IH, se trataba de una opinión profesional fundamentada en mi experiencia. Una opinión que – como muchas otras que me he formado – no me disgustaría que estuviera errada. No obstante y hasta ahora, pienso que no tengo que rectificar nada de lo que he publicado. Y que si alguno de los juicios o pronósticos emitidos se revelara como equivocado, rectificaría lo que fuera preciso sin mayor problema.
En el referido artículo me refería a que aparecen de nuevo acciones formativas excesivamente largas y especializadas, todas además partiendo de cero, todas como unidades aisladas e independientes en una autocracia del conocimiento, sin los beneficios que supone el seguimiento de un itinerario formativo que – de forma incomprensible y sin que haya habido un debate sobre el tema – se ha dejado de lado. Ni los empresarios, ni los interlocutores sociales, ni la Administración han tenido en cuenta décadas de investigación metodológica, experiencia acumulada y estudios realizados. Ya estábamos en el error desde hace quince años, más o menos, y de nuevo vamos a retomar la senda del“mantenella y no enmendalla”.
Hasta finales de la década de los ochenta, el sistema piramidal de cursos montados unos sobre la base del anterior permitía que, con poco esfuerzo y proporcionado coste económico, se fueran formando alumnos a medida que iban demostrando que poseían actitudes, habilidades y conocimientos adecuados. Por ejemplo, de un curso de tres meses de Ayudante de Cocina podían – de quince participantes – salir unos diez ayudantes, tres pinches y dos … como quieran llamarle. Y de los ayudantes y a la vista de su rendimiento, tanto en el primer curso como en su trayectoria profesional, algunos regresaban posteriormente a hacer otro, ya más largo, de cocinero. Algo así como el sistema norteamericano, un poco de estudio, un poco de trabajo, regreso a las aulas de los candidatos más adecuados, más trabajo, y nueva vuelta a cursos de especialización de los más aptos.
De esta forma, en una especie de “darwinismo cultural” – lo digo antes de que lo hagan otros en forma de crítica – se producía la selección de los más aptos. Porque, señores lectores, parece que nos olvidamos de que hay gente más capaz que otra. Es cierto que todos somos iguales ante la Ley, ante la Declaración de Derechos Humanos y – para los creyentes – ante Dios. Pero lo que está claro es que no somos todos iguales a la hora de trabajar. ¿O hay alguien que mantenga la opinión contraria?
Desde que se inventaron los cursos de 1100 horas de cocinero, si te equivocas en la selección, invertirás unos fondos curiosos en torturar a un cierto número de personas a las que la acción formativa les viene grande, a las que obligas a la malsana costumbre de levantarse a las siete, y a las que pides que pongan vocación, imaginación, fantasía y hasta amor en donde ellos sólo ven unos sucios trozos de carne o pescado sanguinolentos, unas verduras que cuesta un horror limpiar y unos procesos productivos que te hacen sudar, te cortan los dedos, te queman y te hacen polvo los pies.
En las actuales circunstancias, además, hay numerosas personas que buscan la formación no como la forma de aprender a pescar, sino sólo como un medio para conseguir peces. Dadas las ayudas existentes, los cursos son un refugio hasta la llegada de épocas mejores. Me parece humano y compresible este intento, pero las ayudas deben ser para quienes estén dispuestos a poner de su parte lo necesario para que los recursos se conviertan en inversión productiva y no en despilfarro negligente. Y cuando hay veinte candidatos por plaza, de verdad que se te quita el sueño durante los días que dura el proceso de selección. No por la responsabilidad económica, sino porque con tus decisiones estás influyendo – para bien o para mal – en el futuro de un buen número de personas.
Como creo que no hace falta extenderse en más consideraciones que sólo conseguirían aburrir al lector, quiero a pasar a otro tema que es precisamente en estos momentos de cierta actualidad. Aunque no en España, sino en el resto del mundo. Y ello a pesar de que se trata de un asunto que nos afecta muy directamente: el de la Dieta Mediterránea. Hace algunos meses dije que en inglés se buscaba el término “mediterranean diet” unas trescientas veces diarias por diez veces menos el genuino término en español. Pues desde entonces ha llovido mucho. El mes de noviembre hubo unas 110.000 búsquedas del primero por 36.000 del segundo, paradójicamente como consecuencia de la divulgación en el mes de julio de un estudio encargado por la Dieta Atkins, del que se concluía que los mejores modelos eran éste y el nuestro . Un considerable avance. Algunos se preguntarán por qué me preocupo por estas cosas tan raras. Y es que tengo dos blogs en los dos mencionados idiomas sobre el tema. Pues hace unos días observé que, durante la noche, se me habían disparado las entradas en el inglés, multiplicándose por cinco. La causa era que numerosos periódicos americanos se hacían eco de la publicación en “Annals of Internal Medicine” de los resultados preliminares de un macro estudio que se está realizando en España (luego supe que se referían a Prevención con Dieta Mediterránea o PREDIMED), pero arrimando el ascua a su sardina, o mejor dicho a la sardina de la canola. Muchos de ellos venían a decir que una Dieta Mediterránea con nueces es mejor que una Dieta Mediterránea con aceite de oliva. ¿Cómo podía ser que hubiera una Dieta Mediterránea sin aceite de oliva, y que siguiera llamándose así? La verdad es que todo me parecía posible después de leer, en uno de los últimos suplementos dominicales, que la Dieta Mediterránea que España propone a la UNESCO – junto con Marruecos, Italia y Grecia – como Patrimonio Intangible de la Humanidad, no lleva ni vino ni jamón serrano. Pero ni siquiera del ibérico de bellota. Ni tampoco lomo, ni salmorejo, ni migas, ni chorizo, ni cocido, ni nada de nada que proceda del cerdo. Todo ello por causa de la religión, claro que no de la nuestra. Busqué inmediatamente el texto de la propuesta oficial y comprobé que, aunque el cerdo se enmascara en la expresión “moderado consumo de carnes”, se ignora radicalmente al vino. ¿Será por eso que Francia no nos acompaña en la propuesta?