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“Oye, quisiera pedirte un favor…”

Marbella Publicado el 8 junio, 2016 por Antonio Flores Sentí8 junio, 2016  
Por el Centro han pasado insignes profesores, muchos de los cuales se han convertido en leyenda. En la foto, D. Antonio Cuevas, D. Manuel Atienza y D. José García, de sobra conocidos en España. Pocas escuelas pueden presumir de haber podido juntar un equipo tan espectacular. Pero no serán los únicos que pasen por aquí. Iremos dando fe de quienes fueron los pilares sobre los que se construyó nuestro prestigio internacional.

Por el Centro han pasado insignes profesores, muchos de los cuales se han convertido en leyenda. En la foto, D. Antonio Cuevas, D. Manuel Atienza y D. José García, de sobra conocidos en España. Pocas escuelas pueden presumir de haber podido juntar un equipo tan espectacular. Pero no serán los únicos que pasen por aquí. Iremos dando fe de quienes fueron los pilares sobre los que se construyó nuestro prestigio internacional.

He abierto una nueva categoría, «En el día a día», sobre anécdotas que venía recogiendo – con una cierta frecuencia – en el desarrollo de mi jornada laboral. Durante mi etapa de director del Centro me relacioné más bien poco con el entorno cercano, aunque no así con el de más allá de nuestras fronteras. Algunos me lo han criticado bastante, y yo acepto sus opiniones. Pero como nuestro flujo de alumnos era fuerte y constante, y nuestra relación con los empresarios hoteleros bastante fluida, no sentía la necesidad de «exponerme» más. He de decir que los empresarios y profesionales del sector no suponían ningún problema para el tema que quiero abordar hoy, sino todo lo contrario. Si te recomendaban a un candidato para hacer un curso, generalmente ya le habían pasado la lupa por encima, y ese candidato no solía tener problemas en el proceso de selección. Y lo más normal es que, una vez finalizada la formación, pretendieran recuperarlo para sus empresas, aunque de vez en cuando alguien se les adelantara.

Porque el primer paso para obtener indudables éxitos formativos es la selección adecuada de los alumnos que vas a formar. Eso lo saben muy bien las instituciones más prestigiosas del mundo, y desde hace siglos. Es incluso más importante – si me apuras – que la selección de los profesores. Un alumno motivado aprenderá siempre, hasta en los peores entornos. Un mal alumno jamás lo hará, aunque lo pongas con el mejor de los profesores.

No obstante, en nuestro Centro, la rigurosa selección del profesorado constituía el punto de comienzo. Jamás se programaba una acción formativa si no teníamos asegurado en quien o quienes iba a recaer la responsabilidad. Se lo debíamos a los excelentes alumnos que íbamos a seleccionar. Los profesores, por tanto, debían ser  profesionales «fuera de serie».

Aun cuando en este artículo se indica que se va a intercalar entre los dos de prácticas en empresas, éstos fueron publicados anteriormente juntos.

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“Oye, quisiera pedirte un favor…”

Aún cuando había anunciado, en mi anterior número, que en éste seguiríamos con la segunda parte de las prácticas en empresas, compartir mis experiencias de las últimas semanas antes de que se difuminen constituye una tentación muy fuerte. Hacerlo, además, nos ofrece la oportunidad de que el lector descanse de temas demasiados formales. Y es que los hechos de cada día son una fuente de inspiración, algunos de las cuales merecen la pena ser recogidos, sobre todo si – como éste caso – se repiten de forma alarmante.

Cuando se va acercando la fecha de la apertura de las convocatorias de cursos, además de las llamadas normales que se van produciendo y que son contestadas – de acuerdo con un protocolo existente – por el departamento de Información, te llegan los temidos contactos personales de quienes, por tener una relación más o menos cercana a ti, o incluso sin conocerte, esperan un determinado trato de favor. Hay quienes sólo pretenden información de primera mano, asesoramiento o indicación de cómo conducir una determinada carrera profesional, lo que viene a ser una parte – y gratificante – de tu trabajo. Otros, sin embargo, no se andan con rodeos y van directos al grano.

De toda la casuística disponible, la que deseo destacar en esta ocasión es una concreta que se repite mucho, generalmente de un padre o de una madre que desea recomendar a su hijo. Y que lo hace no porque éste haya nacido con la vocación de Escoffier, piense que ha sido elegido por las estrellas para ser hotelero o haya heredado de una tía materna un restaurante que desee regentar. No, es por una razón mucho más poderosa. Es porque el padre, después de muchos años de zozobra, ha llegado a la conclusión de que su hijo “no sirve para nada”. Y lo mejor del caso es que te lo dicen abiertamente, como justificando tan “humillante” petición, que de otra forma ni se les ocurriría plantear.

Generalmente, los comunicantes son personas que se dedican a otras tareas. Hay profesionales liberales, funcionarios, administrativos … generalmente todos de “cuello blanco”. Algunos, en niveles muy básicos. Pues una gran cantidad de ellos opina que los trabajos más “manuales” son para quienes no les gusta estudiar, odian la disciplina, adoran la “dolce vita” y consideran que levantarse a las doce de la mañana es madrugar.

Pero lo más curioso es cuando uno trata de investigar las causas de que el progenitor haya tenido la deferencia de escoger la hostelería en lugar de la construcción o la agricultura. Las respuestas son muy ilustrativas. Yo, antes, solía zanjar la cuestión sin muchas contemplaciones, pero he visto la ventaja de dar un poco de carrete. Te enriquece mucho. Te enteras de que, siempre desde el punto de vista de mis interlocutores, la hostelería es la que menos formación requiere (total, servir la mesa o hacer una tortilla), tiene un cierto aire lúdico, es más susceptible de ser disimulada (“restaurador” suena mejor que peón agrícola o de albañil), trae menos desdoro a la familia y el retoño puede convertirse algún día, ¡quien sabe!, en una estrella mediática.

Si os fijáis bien, esta no es una idea exclusiva de los padres con hijos inútiles. También se les ocurre a quienes toman conciencia de que los inútiles son ellos. Me refiero a los “famosos” de telebasura. Casi todos los que no tienen profesión reconocida – ¡y también algunos que la tienen! – acaban poniendo un bar o un restaurante. Todavía no he visto ninguno que pretenda dedicarse a acarrear ladrillos o a recoger aceitunas.

Quiero aclarar que no estoy diciendo que deberíamos seleccionar candidatos con brillantes expedientes académicos o que la integración, en nuestro sector, de personas procedentes de otras actividades sea negativa. Estaría errado en ambos casos. En estos momentos se me vienen a la mente muchos ejemplos, de gran éxito, de lo contrario. Lo que pretendo expresar es que es bien sabido que la Hostelería requiere de personas dotadas de energía, capacidad de sacrificio, habilidades sociales y talentos fuera de lo común. Y que eso es muy difícil explicárselo a un padre afligido y, a veces, … a algún que otro empresario que contrata a la baja.

EL PRESTIGIOSO JEFE DE COCINA D. MANUEL ATIENZA MANCHÓN RECIBE EL HOMENAJE DE AHECOS POR SU TRAYECTORIA PROFESIONAL.

EL PRESTIGIOSO JEFE DE COCINA D. MANUEL ATIENZA MANCHÓN RECIBE EL HOMENAJE DE AHECOS POR SU TRAYECTORIA PROFESIONAL.

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El vicio de la nostalgia

Marbella avatarPublicado el 7 junio, 2016 por Antonio Flores Sentí7 junio, 2016  

aguila

Historia del Hotel Escuela “Bellamar” (Epílogo)

A veces uno se pregunta si – de darle a uno la vida una segunda oportunidad – volvería a escoger lo que hizo en la primera. Ignoro la respuesta, puesto que se trata sólo de un juego imposible.

Pero de lo que estoy seguro es de que si hay algunos hechos que justifican por sí solos nuestra existencia, es más que probable que decidiera colocar éste el primero de la mía.

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El vicio de la nostalgia

Si me pidieran que destacara el hecho más sobresaliente, el más emotivo para mí, el más satisfactorio de todos cuanto he vivido en el Hotel-Escuela, no dudaría en destacar uno muy especial. Aparte de su interés humano, tiene, además, el valor añadido de que la casualidad fue uno de sus ingredientes, ya que tuvieron que darse unas circunstancias muy especiales para que, lo que constituyó un “momento estelar” para la vida de una persona, se materializara cambiando totalmente su destino.

Era una tarde de julio de algún año del principio de la década de los setenta. Yo era jefe de estudios del Centro y me informaron de que un mendigo solicitaba algo que comer. Era una situación que se daba con cierta frecuencia y pregunté si era alguno de los habituales de la zona. Me dijeron que no, que nunca había estado por aquí y que parecía realmente necesitado. Dije que le pusieran algo de la comida que había habido ese día y me acerqué por el comedor de alumnos, ya vacío. Iba realmente sucio y desaliñado, estaba extremadamente delgado y su cara se escondía tras unas densas barbas y una larga melena. Lo habían instalado en una mesa del rincón más alejado y le habían dado una bandeja con alimentos. Recuerdo que ese día había lentejas y pollo asado. Comía con fruición, pero de una forma cuidadosa. Lo miré y sus ojos me llamaron poderosamente la atención. Aún no sé que me hizo sentarme a su lado.

Cuando aplacó un poco el hambre me contó que – tras una discusión con su madrastra – se había marchado de casa a buscarse la vida. Que no había encontrado trabajo y que – cada día que pasaba – su deterioro físico y su cada vez peor presencia lo hacía mucho más difícil. No pude evitar pensar que más que difícil eso era ya imposible. Evidentemente, estaba en una situación límite y necesitaba que alguien le ayudara, pero no me dijo nada al respecto.

Le pedí su documentación y le dije que me esperara cuando terminara de comer. Telefoneé a la Guardia Civil de su pueblo, una pequeña localidad de León, en donde me confirmaron su historia. Que era un chico que nunca había dado problemas y que se había marchado hacía un mes, sin dar explicaciones. Como era mayor de edad, no habían podido hacer nada, pero su padre estaba muy preocupado. Les pedí que le tranquilizaran, que estaba bien.

Colgué el teléfono y me quedé pensativo unos interminables diez minutos. Justo hacía tres días había comenzado un curso de Ayudante de Cocinero y se había producido una vacante al marcharse uno de los participantes por causas imprevistas. Había todo un protocolo para la admisión de alumnos, pero decidí saltármelo. Era una apuesta personal, producto de una corazonada.

Una buena ducha, ropa limpia y una visita al peluquero hicieron el milagro. A duras penas lo reconocí después. Se había transformado en un joven de una excelente presencia, bien parecido y con una amplia y franca sonrisa. Una semana más tarde se había consolidado como el alumno más interesado, trabajador y estudioso del curso. Se destacó sobre todos los demás y pidió asistir en sus ratos libres, “para ayudar en lo que hiciera falta”, al curso de Cocinero. Se ganó la simpatía de todos miembros del Centro y aceptó con resignación el inevitable mote con el que había sido bautizado por sus compañeros en los primeros días: “El pordiosero”.

Al finalizar el curso, le ofrecimos trabajar en varias empresas destacadas y le dijimos que, más adelante, podría hacer el curso de Cocinero. Él curiosamente eligió marcharse a Alemania, en donde había aparecido una oferta poco interesante profesionalmente, de auxiliar de cocina. Me quedé bastante decepcionado porque con su ambición, tesón y talento, en una buena organización hubiera hecho una excelente carrera. No obstante, alguien más viejo y más sabio que yo me dijo que no me preocupara, que el chico tenía prisa por triunfar y que probablemente se iba a explorar nuevos horizontes, a intentar descubrir terrenos vírgenes.

Tras casi una década, un buen día me anunciaron una visita. Unos extranjeros deseaban verme. Me dijeron que se trataba de un matrimonio joven, con dos niños muy rubios, llegado en un Mercedes espectacular, de los de antes de las masivas importaciones de coches usados. Creo que era el año 82. Habían dejado una tarjeta con el logotipo de un importante restaurante de Colonia. En el centro de aquella se leía el nombre de un ciudadano español que me pareció familiar, bajo el que aparecía –en alemán – el título de “Director- propietario”.

En el reverso de la cartulina había unas líneas escritas a mano: “Sr. Flores, el pordiosero quiere presentarle a su familia”.

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