El Aula de Cata
Siguiendo con el I+D, una de las primeras aulas que diseñamos y que luego servirían para las especificaciones de los primeros certificados de profesionalidad, fue la de cata. Teníamos una más rudimentaria en el edificio que se echó abajo a finales de la década de los ochenta e inmediatamente diseñamos otra, mejorada, para el nuevo edificio. Para ello recopilamos toda la experiencia que poseíamos, los problemas a los que nos habíamos enfrentado y nos dejamos llevar por la lógica de la funcionalidad. Recuerdo que la idea más generalizada era eliminar esas repugnantes escupideras para arrojar el vino de la boca tras catarlo, algo que solía producir nauseas a más de uno. Curiosamente, catorce años después, todavía se volvían a instalar en escuelas de nueva creación, como en el CIO de Mijas, mientras exportábamos nuestros avances a los países con los que hacíamos cooperación. Uno de los problemas que han atenazado a nuestro país es que hemos sistemáticamente ignorado los avances de nuestros compatriotas, corriendo a copiar cosas en el extranjero que – muchas veces – habían sido antes copiadas de nosotros.
No obstante, nosotros nunca padecimos esta soberbia, por lo que antes de diseñar nuestro nuevo Centro, nos recorrimos lo más granado de España y del extranjero, donde vimos muchas soluciones orientadas más al marketing que a la docencia, como el aula anfiteatro de Lausana. Tras acudir a ella casi una semana, quedé convencido de que era un artefacto inútil. Servía para demostraciones, que si se hacían para alumnos regulares, se dedicaban más a jugar a los barquitos o a pasarse mensajes en papel (aún no existían los teléfonos móviles) que a aprender. Hubiera dado igual un vídeo. Recuerdo que muchas de estas cosas las comenté con el sacerdote Luis Lezama, una de las personas con más lógica y sentido común que me he encontrado en el mundo de la docencia de hostelería. Probablemente la persona externa al centro con la que he intercambiado más información, aunque el binomio marketing-docencia fue profundamente analizado por él, ya que era un empresario privado, y debía hacerlo. Una escuela pública, por el contrario, no tenía más que una opción.
En el aula de cata se cuidó la iluminación, el aire acondicionado, el ruido, la temperatura y cualquier otra variable que pudiese intervenir en el análisis sensorial. Los alumnos debían alternar la mesa de trabajo con el puesto de cata, por lo que las sillas debían tener ruedas robustas. Casi treinta años después, están como nuevas.
Una de las curiosidades fue la forma en la que ahorramos un montón de dinero. Los lavabos pequeños para enjuagarse la boca y limpiar las copas, tipo dentista, tenían unos precios prohibitivos. Pero el Jefe de Servicios Técnicos de entonces, D. José Vázquez y el Subjefe, D. Lucas Muñoz, encontraron una solución. Compraron soperas cincuenta veces más baratas que los lavabos, les hicieron un agujero en el fondo tras quitarles el pie, les colocaron unas válvulas y las instalaron. Ninguna se ha estropeado en tres décadas.
El resto pueden verlo en las fotos. Cada detalle fue estudiado en profundidad, incluida la mesa del profesor, su altura y disposición.
El Coordinador de Restaurante Bar y Sumillería, D. Angel Morote, tuvo un papel muy importante en el desarrollo del aula de cata.
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