Hace sólo diez años…
Nada ha cambiado. Si me apuras, a peor …
No es de extrañar que sigamos siendo engañados con cursos que prometen transformarnos – de la noche a la mañana – en excelentes escritores, maravillosos cocineros (eso sí, todos de cocina creativa), magníficos oradores, destacados periodistas de investigación, directores de cine, presentadores de televisión, locutores, etc. etc. etc.
Pero eso sí, sólo asistiendo al curso. Que me «enseñen». Lo del aprendizaje, es decir, la progresiva adquisición de competencias, aquello que implica esfuerzo y sacrificio personal, lo de ir poco a poco, quemando etapas, creciendo profesionalmente, eso va a ser que no.
Y no es de extrañar porque eso es a lo que estamos acostumbrados desde el colegio, el instituto, la universidad, la formación profesional… la cultura que nos rodea. No sabemos aprender, ni siquiera cuando tropezamos, Ya sabemos eso de hacerlo dos veces en la misma piedra…
Las culturas primitivas tienen en cambio, dos valores fundamentales. Los niños de esas culturas conservan dos armas formidables: el instinto del aprendizaje y la creatividad. Las dos cosas que más necesitan para sobrevivir.
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“¡Papá, quiero ser jefa!”
Hace unos días, un amigo me llamó por teléfono y me planteó una inquietud. Su hija, tras estudiar una determinada carrera técnica de grado medio, se sentía frustrada por el escaso protagonismo y autonomía que poseía en su trabajo. Deseaba estudiar en algún lugar que le posibilitara llegar a “jefa” de “algo” y había pensado en hostelería. Le daba igual gobernanta, jefe de recepción, jefe de cocina, maître o director de hotel. El padre estaba dispuesto a hacer el sacrificio económico que fuese necesario, hasta el de llegar a hipotecar su casa.
Mientras me contaba todo eso se me vinieron a la cabeza muchas respuestas, todas ellas inadecuadas, pero no quería frivolizar con lo que, como padre, le suponía una gran preocupación. Le expliqué que no conocía ningún plan formativo que, por sí sólo, le garantizara esa salida laboral. Que para que le confiaran tareas de responsabilidad sobre otras personas debería poseer unas determinadas competencias, la mayoría de las cuales no eran fruto de una acción formativa.
Este no es un hecho aislado. Como decíamos en el artículo de marzo, se está enviando un equívoco mensaje a la juventud de que la formación lo puede todo. Y si esa formación es seria, prestigiosa y sobre todo, cara, el éxito se ofrece como asegurado.
No vamos a presentar las diversas posturas que se barajan en torno al concepto de competencia, porque sería interminable. Vamos a tratar de exponer su significado de una forma comprensible. Una forma escueta de definirlo sería la de “poseer la capacidad de hacer algo en un determinado contexto o situación”. Competencia laboral, por tanto, sería el hecho de “ser competente” para desempeñar una tarea, o una serie de ellas, en un entorno de trabajo.
Cuando la competencia que se desea desarrollar es simple, la enseñanza suele ofrecer la respuesta. Imaginemos el caso de una camarera/o de pisos que ha de adquirir conocimientos, habilidades y actitudes para desempeñar su trabajo. Si el entorno laboral en el que desembarque posteriormente es relativamente normal, las dificultades y barreras que pueda llegar a encontrar deberían haber sido objeto de un tratamiento previo dentro del curso.
Si, por el contrario, el caso fuera el de la capacitación de una Gobernanta/e, el problema sería radicalmente distinto. De entrada, nuestra experiencia nos aconseja que, para admitir a un alumno a una de esas acciones, éste ha de poseer una cierta trayectoria y experiencia no sólo en el sector sino también en el departamento de Pisos. De otra forma sería imposible que comprendiera muchos de los conceptos tratados en el curso. Pero, además, hemos de ser conscientes de que estamos preparando un mando intermedio. Una persona que ha de liderar a decenas de otras. Una persona que puede hacer que los miembros de su equipo den lo mejor de sí mismos o que, por el contrario, destroce una plantilla que ha costado mucho tiempo, esfuerzo y dinero reunir. Es por eso que en la formación de estos mandos, las técnicas de gestión, o administración, o “management”, o como se quiera llamar a la competencia de obtener resultados a través de otros, son imprescindibles. Ello, lógicamente, implicaría también la posesión por parte del candidato de un adecuado nivel de formación general.
Pero para alcanzarse la competencia aún faltaría mucho. Se necesitarían ciertos y determinados talentos innatos, unos específicos rasgos de personalidad, una cultura social, unos valores o principios, unas habilidades sociales, una serie de hábitos como el de la autodisciplina y un determinado nivel de inteligencia, tanto de la “normal” como de la “emocional”.
Sólo en el caso de que se cumplieran la mayor parte de las condiciones antes expuestas, podríamos decir que la persona en cuestión estaría en condiciones de ofrecer un alto nivel de eficacia y eficiencia en el entorno de trabajo. Habría conseguido adquirir, o más bien reunir, las competencias necesarias para el puesto de Gobernanta.
Cuando los recursos son públicos, existe el deber y la responsabilidad de escoger cuidadosamente a las personas en las que se va a invertir. Cuando la formación es una actividad privada y, por lo tanto, orientada a la obtención de resultados lícitos y lógicos, existe la obligación moral de no crear falsas expectativas. Y la conveniencia, además, de orientarse al largo plazo persiguiendo un alto porcentaje de aciertos en las apuestas por las personas. El MBA de Harvard podría ser un ejemplo.