He abierto una nueva categoría, «En el día a día», sobre anécdotas que venía recogiendo – con una cierta frecuencia – en el desarrollo de mi jornada laboral. Durante mi etapa de director del Centro me relacioné más bien poco con el entorno cercano, aunque no así con el de más allá de nuestras fronteras. Algunos me lo han criticado bastante, y yo acepto sus opiniones. Pero como nuestro flujo de alumnos era fuerte y constante, y nuestra relación con los empresarios hoteleros bastante fluida, no sentía la necesidad de «exponerme» más. He de decir que los empresarios y profesionales del sector no suponían ningún problema para el tema que quiero abordar hoy, sino todo lo contrario. Si te recomendaban a un candidato para hacer un curso, generalmente ya le habían pasado la lupa por encima, y ese candidato no solía tener problemas en el proceso de selección. Y lo más normal es que, una vez finalizada la formación, pretendieran recuperarlo para sus empresas, aunque de vez en cuando alguien se les adelantara.
Porque el primer paso para obtener indudables éxitos formativos es la selección adecuada de los alumnos que vas a formar. Eso lo saben muy bien las instituciones más prestigiosas del mundo, y desde hace siglos. Es incluso más importante – si me apuras – que la selección de los profesores. Un alumno motivado aprenderá siempre, hasta en los peores entornos. Un mal alumno jamás lo hará, aunque lo pongas con el mejor de los profesores.
No obstante, en nuestro Centro, la rigurosa selección del profesorado constituía el punto de comienzo. Jamás se programaba una acción formativa si no teníamos asegurado en quien o quienes iba a recaer la responsabilidad. Se lo debíamos a los excelentes alumnos que íbamos a seleccionar. Los profesores, por tanto, debían ser profesionales «fuera de serie».
Aun cuando en este artículo se indica que se va a intercalar entre los dos de prácticas en empresas, éstos fueron publicados anteriormente juntos.
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“Oye, quisiera pedirte un favor…”
Aún cuando había anunciado, en mi anterior número, que en éste seguiríamos con la segunda parte de las prácticas en empresas, compartir mis experiencias de las últimas semanas antes de que se difuminen constituye una tentación muy fuerte. Hacerlo, además, nos ofrece la oportunidad de que el lector descanse de temas demasiados formales. Y es que los hechos de cada día son una fuente de inspiración, algunos de las cuales merecen la pena ser recogidos, sobre todo si – como éste caso – se repiten de forma alarmante.
Cuando se va acercando la fecha de la apertura de las convocatorias de cursos, además de las llamadas normales que se van produciendo y que son contestadas – de acuerdo con un protocolo existente – por el departamento de Información, te llegan los temidos contactos personales de quienes, por tener una relación más o menos cercana a ti, o incluso sin conocerte, esperan un determinado trato de favor. Hay quienes sólo pretenden información de primera mano, asesoramiento o indicación de cómo conducir una determinada carrera profesional, lo que viene a ser una parte – y gratificante – de tu trabajo. Otros, sin embargo, no se andan con rodeos y van directos al grano.
De toda la casuística disponible, la que deseo destacar en esta ocasión es una concreta que se repite mucho, generalmente de un padre o de una madre que desea recomendar a su hijo. Y que lo hace no porque éste haya nacido con la vocación de Escoffier, piense que ha sido elegido por las estrellas para ser hotelero o haya heredado de una tía materna un restaurante que desee regentar. No, es por una razón mucho más poderosa. Es porque el padre, después de muchos años de zozobra, ha llegado a la conclusión de que su hijo “no sirve para nada”. Y lo mejor del caso es que te lo dicen abiertamente, como justificando tan “humillante” petición, que de otra forma ni se les ocurriría plantear.
Generalmente, los comunicantes son personas que se dedican a otras tareas. Hay profesionales liberales, funcionarios, administrativos … generalmente todos de “cuello blanco”. Algunos, en niveles muy básicos. Pues una gran cantidad de ellos opina que los trabajos más “manuales” son para quienes no les gusta estudiar, odian la disciplina, adoran la “dolce vita” y consideran que levantarse a las doce de la mañana es madrugar.
Pero lo más curioso es cuando uno trata de investigar las causas de que el progenitor haya tenido la deferencia de escoger la hostelería en lugar de la construcción o la agricultura. Las respuestas son muy ilustrativas. Yo, antes, solía zanjar la cuestión sin muchas contemplaciones, pero he visto la ventaja de dar un poco de carrete. Te enriquece mucho. Te enteras de que, siempre desde el punto de vista de mis interlocutores, la hostelería es la que menos formación requiere (total, servir la mesa o hacer una tortilla), tiene un cierto aire lúdico, es más susceptible de ser disimulada (“restaurador” suena mejor que peón agrícola o de albañil), trae menos desdoro a la familia y el retoño puede convertirse algún día, ¡quien sabe!, en una estrella mediática.
Si os fijáis bien, esta no es una idea exclusiva de los padres con hijos inútiles. También se les ocurre a quienes toman conciencia de que los inútiles son ellos. Me refiero a los “famosos” de telebasura. Casi todos los que no tienen profesión reconocida – ¡y también algunos que la tienen! – acaban poniendo un bar o un restaurante. Todavía no he visto ninguno que pretenda dedicarse a acarrear ladrillos o a recoger aceitunas.
Quiero aclarar que no estoy diciendo que deberíamos seleccionar candidatos con brillantes expedientes académicos o que la integración, en nuestro sector, de personas procedentes de otras actividades sea negativa. Estaría errado en ambos casos. En estos momentos se me vienen a la mente muchos ejemplos, de gran éxito, de lo contrario. Lo que pretendo expresar es que es bien sabido que la Hostelería requiere de personas dotadas de energía, capacidad de sacrificio, habilidades sociales y talentos fuera de lo común. Y que eso es muy difícil explicárselo a un padre afligido y, a veces, … a algún que otro empresario que contrata a la baja.