Historia del Hotel Escuela “Bellamar” (Epílogo)
A veces uno se pregunta si – de darle a uno la vida una segunda oportunidad – volvería a escoger lo que hizo en la primera. Ignoro la respuesta, puesto que se trata sólo de un juego imposible.
Pero de lo que estoy seguro es de que si hay algunos hechos que justifican por sí solos nuestra existencia, es más que probable que decidiera colocar éste el primero de la mía.
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El vicio de la nostalgia
Si me pidieran que destacara el hecho más sobresaliente, el más emotivo para mí, el más satisfactorio de todos cuanto he vivido en el Hotel-Escuela, no dudaría en destacar uno muy especial. Aparte de su interés humano, tiene, además, el valor añadido de que la casualidad fue uno de sus ingredientes, ya que tuvieron que darse unas circunstancias muy especiales para que, lo que constituyó un “momento estelar” para la vida de una persona, se materializara cambiando totalmente su destino.
Era una tarde de julio de algún año del principio de la década de los setenta. Yo era jefe de estudios del Centro y me informaron de que un mendigo solicitaba algo que comer. Era una situación que se daba con cierta frecuencia y pregunté si era alguno de los habituales de la zona. Me dijeron que no, que nunca había estado por aquí y que parecía realmente necesitado. Dije que le pusieran algo de la comida que había habido ese día y me acerqué por el comedor de alumnos, ya vacío. Iba realmente sucio y desaliñado, estaba extremadamente delgado y su cara se escondía tras unas densas barbas y una larga melena. Lo habían instalado en una mesa del rincón más alejado y le habían dado una bandeja con alimentos. Recuerdo que ese día había lentejas y pollo asado. Comía con fruición, pero de una forma cuidadosa. Lo miré y sus ojos me llamaron poderosamente la atención. Aún no sé que me hizo sentarme a su lado.
Cuando aplacó un poco el hambre me contó que – tras una discusión con su madrastra – se había marchado de casa a buscarse la vida. Que no había encontrado trabajo y que – cada día que pasaba – su deterioro físico y su cada vez peor presencia lo hacía mucho más difícil. No pude evitar pensar que más que difícil eso era ya imposible. Evidentemente, estaba en una situación límite y necesitaba que alguien le ayudara, pero no me dijo nada al respecto.
Le pedí su documentación y le dije que me esperara cuando terminara de comer. Telefoneé a la Guardia Civil de su pueblo, una pequeña localidad de León, en donde me confirmaron su historia. Que era un chico que nunca había dado problemas y que se había marchado hacía un mes, sin dar explicaciones. Como era mayor de edad, no habían podido hacer nada, pero su padre estaba muy preocupado. Les pedí que le tranquilizaran, que estaba bien.
Colgué el teléfono y me quedé pensativo unos interminables diez minutos. Justo hacía tres días había comenzado un curso de Ayudante de Cocinero y se había producido una vacante al marcharse uno de los participantes por causas imprevistas. Había todo un protocolo para la admisión de alumnos, pero decidí saltármelo. Era una apuesta personal, producto de una corazonada.
Una buena ducha, ropa limpia y una visita al peluquero hicieron el milagro. A duras penas lo reconocí después. Se había transformado en un joven de una excelente presencia, bien parecido y con una amplia y franca sonrisa. Una semana más tarde se había consolidado como el alumno más interesado, trabajador y estudioso del curso. Se destacó sobre todos los demás y pidió asistir en sus ratos libres, “para ayudar en lo que hiciera falta”, al curso de Cocinero. Se ganó la simpatía de todos miembros del Centro y aceptó con resignación el inevitable mote con el que había sido bautizado por sus compañeros en los primeros días: “El pordiosero”.
Al finalizar el curso, le ofrecimos trabajar en varias empresas destacadas y le dijimos que, más adelante, podría hacer el curso de Cocinero. Él curiosamente eligió marcharse a Alemania, en donde había aparecido una oferta poco interesante profesionalmente, de auxiliar de cocina. Me quedé bastante decepcionado porque con su ambición, tesón y talento, en una buena organización hubiera hecho una excelente carrera. No obstante, alguien más viejo y más sabio que yo me dijo que no me preocupara, que el chico tenía prisa por triunfar y que probablemente se iba a explorar nuevos horizontes, a intentar descubrir terrenos vírgenes.
Tras casi una década, un buen día me anunciaron una visita. Unos extranjeros deseaban verme. Me dijeron que se trataba de un matrimonio joven, con dos niños muy rubios, llegado en un Mercedes espectacular, de los de antes de las masivas importaciones de coches usados. Creo que era el año 82. Habían dejado una tarjeta con el logotipo de un importante restaurante de Colonia. En el centro de aquella se leía el nombre de un ciudadano español que me pareció familiar, bajo el que aparecía –en alemán – el título de “Director- propietario”.
En el reverso de la cartulina había unas líneas escritas a mano: “Sr. Flores, el pordiosero quiere presentarle a su familia”.