Ayer me llamaron algunos amigos, un poco sorprendidos por mis manifestaciones en mi artículo “La Senda de la Constitución”. Lo curioso es que sus apreciaciones no eran coincidentes con respecto a la causa de su sorpresa.
Pude comprobar que el contenido del artículo había sido valorado de forma distinta en función de las ideas políticas o de los sentimientos – casi siempre convergen – de mis interlocutores. Hubiera agradecido más que estas manifestaciones se hubieran realizado por escrito, de forma que quedara constancia pública de sus apreciaciones.
A los que pensaron que podía estar a punto de afiliarme al PSOE de Sánchez- ahora hay ya que matizar – les dije que mi relato no era una declaración de principios, sino una especie de ejercicio adivinatorio de hacia dónde podía ir el nuevo Secretario General, así como de los argumentos y de los mecanismos que seguro iba a utilizar para lanzarse a intentar conseguir lo que ha venido a hacer. Ser presidente del Gobierno y quitarse la espina de que Rajoy le dijera que nunca lo sería. Algo así como lo que hace la bruja Lola. Creo que estaba claro.
En relación con mi respeto por los nacionalistas, éste no se extiende necesariamente hacia los separatistas, ya que a estos últimos les importa más bien poco lo que pueda pensar yo. Y la algarada, evidentemente, acabará siendo legalmente aplastada, o si queréis “reconducida”, aunque echo de menos un más eficiente trabajo de zapa en pro de su disolución.
Con respecto a lo que dije de Susana Díaz, lo ratifico. Se esperaba de ella el servicio más importante que hubiera podido prestar a España hasta ahora. No lo consiguió por falta de previsión, de preparación y de exceso de seguridad. Sánchez pasó de situación de desahuciado, especialmente cuando Patxi López se incorporó a las primarias, a la de ganador. Me recuerda al Walter White de Breaking Bad. Ha alcanzado una habilidad sorprendente para influir en los que le son cercanos, tiene mejores asesores, una clara hoja de ruta y mucha más hambre de poder.
Y con respecto a mi valoración material de la Constitución, no hay que olvidar que algunos vivimos y recordamos el proceso constituyente, tras el cual, la valoración formal no podía ser otra que la de respeto y total aceptación. Lo mismo que con cualquier otra que sea votada por el pueblo. Sólo que antes de serlo, era discutible. La discutió con éxito Julián Marías, entre otros, y la temimos muchos, cuando se abrazó con gran jubilo por parte de casi todos los partidos políticos el desmembramiento de España en comunidades autónomas. Luego siempre se ha dicho que fue una condición imprescindible para alcanzar el consenso. Aunque perdimos la oportunidad de haberlo comprobado. Lo que sí está claro es que se convirtió en una condición necesaria para la corrupción generalizada, un magnífico regalo para muchos políticos hasta entonces sin esperanza de tocar poder, y una desgracia para España.
Fue justo en ese proceso en el que se pensaba descartar, al inicio, el uso de la palabra nación, para referirse a la española. No se deseaba entonces crear un agravio comparativo con el término nacionalidad, inaplicable hasta bastantes años después, cuando la Real Academia concedió al término su tercera acepción de “comunidad autónoma a la que, en su Estatuto, se le reconoce una especial identidad histórica y cultural». Fue entonces cuando “nacionalidad” pasó de ser un atributo de la personalidad a ser una nueva clase de sujeto de derecho, a ser la definición de una persona jurídica, ¿acaso como una nación incompleta, de segunda categoría o, mejor, de nombre parecido a lo que algunos les hubiese gustado que fuese?
Para esos españoles entre los que me cuento y sin perjuicio de aceptar lo mayoritariamente votado o por votar, no es fácil que puedan existir conceptos inmutables, sobre todo cuando ya sabemos que todo va a ser cuestión de nombres, que todo va a quedar igual, que nada va a cambiar, que ningún territorio se va a independizar, porque ningún referéndum va a volver a encontrar una sociedad tan manejable y con una mentalidad tan inmadura como la que existió a la salida del franquismo. El mal ya está hecho y de ahí no se va a pasar, aunque esperemos que cualquier cambio se produzca en beneficio de la responsabilidad que hay que exigir a los mandatarios públicos para que se comporten con la diligencia de un buen padre de familia, aunque se añada también la coletilla de “o madre”.
«Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi».
Tomasi di Lampedusa