La Cocina de las Emociones
En mi artículo de 2008 que incluyo más abajo, hablaba de una experiencia gastronómica única que yo viví, como organizador, anfitrión y comensal, en Mozambique. Esa cena, porque fue una cena, constituyó el primer paso para cambiar nuestra vida de entonces, una vida que se debatía en medio de una cruenta guerra civil desde hacía bastantes años. Al otro lado de la bahía de Maputo – en Catembe -se veían, a través de los amplios ventanales del Hotel-Escola “Andalucia”, los fogonazos de las explosiones, tras lo cual y con varios segundos de retraso, llegaba el estruendo matizado de los cañonazos. La cristalina voz de una cantante búlgara ponía el contrapunto de un mundo que se esforzaba por aparentar normalidad, con el de otro en el que probablemente y en ese mismo instante, estaban muriendo seres humanos. Pero había que actuar profesionalmente y tratar de influir para que los negociadores decidieran firmar, al día siguiente, un alto el fuego.
Recuerdo muchas más experiencias gastronómicas memorables, aunque ninguna tan dramática como la de aquella noche de Maputo, en las que pudimos sentir esa emoción tan especial que rodea a las verdaderas y genuinas obras de arte. En todas ellas siempre hubo un denominador común, además de una sorprendente comida y unos excelentes vinos. Me refiero a un sincronizado, preciso y altamente sofisticado servicio de esa comida y de esa bebida. Sin ello, no hubiera habido emoción. Sin ello, no hubiera habido magia.
No soy muy dado a frecuentar restaurantes que posean alguna estrella Michelin. Cuando lo he hecho, siempre ha sido por algún tipo de compromiso, aunque yo fuera el que invitara. Y es que nada más entrar en ellos me invade un espíritu inquisidor que no me permite dejarme llevar por la experiencia. Me dedico a analizar con lupa los – siempre a mi juicio – presuntos fallos. Y eso hace que me pierda probablemente lo mejor.
En estos establecimientos el tema de la comida suele ser totalmente subjetivo. La puedes apreciar o no, como te prendas o no de una pintura abstracta. Pero no tienes referentes de comparación, como en una pintura realista de Antonio López, o como en un cocido madrileño, un arroz a banda, un cordero asado o, si me puras, un pincho de morcilla. Por eso, los fallos generalmente se ponen más de manifiesto en el servicio.
Y es que soy de los que piensan que un restaurante en dónde tengas que pedir una servilleta, más vino, algo de pan o un cubierto, un restaurante en donde los camareros no estén permanentemente atentos al más leve movimiento del cliente para anticiparse a sus deseos o necesidades, no merece que le distingan de manera alguna. Si – a pesar de esas carencias – ostenta esa o esas estrellas, es que algo ha fallado. O el inspector Michelin debe ser enviado a un curso de reciclaje, o hay tráfico de influencias.
Por tanto, creo que hay que rendir homenaje a esas grandes figuras de la restauración, indispensables forjadores de una emocionante y completa experiencia gastronómica. A los grandes Jefes de Sala, Sumilleres, Barmen y sus correspondientes equipos. A ellos dedico, con mi entrada de hoy, mi admiración y mi respeto.
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Ferrán Adriá y la Cocina de las Emociones
Todo artista, y gran parte de los cocineros lo son, pretende crear belleza. Una belleza que frecuentemente está ligada a la perfección, pero de forma absoluta y sin la menor duda, a la emoción.
Quizás sea la música la manifestación que más facilidad tiene para conseguir esa alteración del ánimo intensa y pasajera. Los sonidos nos entran por nuestro órgano más desprotegido: el oído. Podemos evitar mirar, oler, tocar o degustar. También podemos no prestar atención al significado de las palabras que oímos. No obstante, los sonidos – y de una forma particular – la música, penetra dentro de nosotros sin que podamos evitarlo, modificando nuestro estado de ánimo y creándonos cierta conmoción somática.
Si se lleva a un cantante a televisión, generalmente nos ofrece una muestra de su arte, lo que nos puede conmover en uno u otro sentido. Si se lleva a un tenista, ocurre que muchos de los telespectadores ya lo han visto jugar, conque poco importa lo que diga. Pero si se lleva a Ferrán Adriá, como ocurrió en el último programa de “59 segundos” del año 2007, llegará en franca desventaja ante un auditorio cuya inmensa mayoría no ha tenido la oportunidad de apreciar su arte culinario. Y tendría que ser un mago de la dialéctica para que algo de su mensaje llegara a quienes difícilmente pueden ni siquiera imaginar todo lo que hay detrás de él. Creo que lo hizo bien – no lo hubiera podido hacer mejor dadas las circunstancias- pero también pienso que fue una encerrona.
Hubiera sido más justo otorgarle una entrevista en solitario, no mezclando la cocina con el tenis y el paludismo, ni saltando permanentemente de un tema a otro. Los interlocutores tendrían que haber sido más especializados, más expertos en temas gastronómicos, con lo que quizás se hubiera podido crear un ambiente de comunicación más ágil, inteligente y enfocado a la materia en cuestión. Pienso que el propio Adriá tuvo que salir un poco o un mucho frustrado por la forma en que se desarrollaron las cosas. Al no ser entrevistado adecuadamente tuvo que intentar meter algo de lo que quería decir de forma un tanto forzada, aunque sin terminar de conseguirlo. Es de esperar que la próxima vez imponga sus condiciones. Incluso demostró su alta calidad humana al no ofrecer merecida respuesta al aparentemente clasista y poco adecuado comentario de Margarita Saéz, realizado cuando Adriá reafirmaba su pertenencia al noble gremio de los cocineros. Me refiero a cuando aquella apostilló “si, pero a partir de ahora tendremos que llamarle doctor”, acompañado de una sonrisa ladina. Como si los doctores fueran, por definición, más importantes que los cocineros y, de forma particular, más importantes que Ferrán Adriá. Vamos, que antes de recibir esa merecida distinción – una más para él, por otro lado – nuestro embajador culinario era un “don nadie” . La pena fue que debió sentirse, fuera de su ambiente y rodeado de extraños, como el “patito feo” de la noche.
Yo confieso que fui uno de los muchos espectadores frustrados. Esperaba más sin percibir que no se daban las condiciones para ello. Incluso había cancelado un compromiso para ver el programa y me tragué – una vez más – el cambio climático y las absurdas y ridículas medidas que quieren tomar para solucionarlo.
En cierto momento Adriá quiso hablar de la “cocina de las emociones”. Era lo que yo esperaba. Como admirador, o antiguo admirador que por lo menos fue, del mítico Frédy Girardet, tal y como se deduce de sus comentarios en la versión española de “Emotions Gourmande”, traducido precisamente como “La Cocina de las Emociones”, tenía curiosidad por conocer cómo Ferrán Adriá iba a retomar un término que el suizo había popularizado . Ya saben que éste se destapó en “Le Monde”, en septiembre pasado, con una dura crítica hacia los que “transforman su cocina en laboratorio” y cuestionando que “el Bulli” encabece la lista de los 50 mejores restaurantes del mundo (ya lo ha sido tres veces desde 2002).
Me quedé con las ganas. Volviendo a Girardet y a pesar de coincidir con sus recomendaciones de no rechazar las bases de la cocina clásica ni apartarse de lo natural, no termino de entender su ataque personal a Adriá. Tampoco he logrado percibir esa emoción que anuncia el título de su libro. Y es que gran parte de cualquier emoción procede de la sorpresa de lo inesperado. Eso ocurrió con Paul Potts (pueden verlo en youtube), un concursante del programa británico “Britain’s Got Talent”, que ya en el “casting” provocó las lágrimas del público y las de parte del jurado con el aria de Turandot “Nessun Dorma”, de Puccini, y se convirtió en el claro e indiscutible favorito al triunfo cuando medio minuto antes nadie daba un penique por él.
Pero la cocina no es un espectáculo de masas. No puede emocionar a través de la televisión, la radio o Internet. Ni siquiera puede hacerlo con un libro de recetas lleno de maravillosas fotos. Para que una comida te modifique el estado de ánimo, hay que estar frente a ella o más bien, inmerso en ella. No hay la menor duda de que casi todos los lectores habrán experimentado un cambio de estado de ánimo frente una experiencia gastronómica. Cambio que, de ser positivo, puede tener consecuencias insospechadamente favorables. Mi más memorable recuerdo al respecto es de una cena a la que yo asistí – y que también organicé – y que fue el primer paso de un importante proceso de paz seguido con éxito, en un país africano, hace unos veinte años. Por supuesto que el principal actor fue nuestro embajador, pero necesitaba para emitir su mensaje que se despertara la emotividad de los interlocutores. Y ese fue el papel de la cena, planificada al más mínimo detalle.
Quiero aclarar que las elaboraciones culinarias son sólo un componente, aunque muy importante, de la experiencia gastronómica. Nunca estuve en el Restaurant de l’Hôtel de Ville cuando era responsabilidad de Girardot, ni conozco « El Bulli ». Pero he de decir que jamás me he emocionado en los establecimientos que – con más o menos éxito -intentan emular a Adriá con experimentos para los que, según he leído, se anda buscando nombre. Para ello se barajan candidaturas que van desde “cocina emoción” propuesta por Rafael Ansón, a la de “la revolución de las espumas” por Toni Monné, lo que da una ligera idea de por dónde van los tiros en la interpretación del genio culinario.
Lo que está claro es que, a la altura en que ya se encuentra Ferrán Adriá, elegido – recientemente – unos de los 100 españoles más influyentes de 2008 (ya en el 2004 el Times lo consideró como una de las cien personas más influyentes del mundo), su responsabilidad es enorme. Probablemente él no sepa lo poco que el ciudadano medio conoce de su trabajo. Que tampoco sepa la legión de malos imitadores que le surgen como setas. Y que desconozca que, de la mucha influencia que se supone debe desplegar al ser uno de esos cien elegidos, la única positiva sea la que ejerce sobre aquella minoría privilegiada que ha podido beber (o comer) directamente de sus fuentes. Es más, hemos de aclarar que positiva no quiere decir también aprovechable, ya que si esa influencia no cae sobre terreno propicio, tampoco servirá de mucho.
La imagen de Adriá ha crecido de tal manera que ya ha dejado de ser patrimonio exclusivo de la élite gastronómica. Su autoridad moral no debe extenderse sólo a unos cuantos restaurantes. Si es embajador de la gastronomía española, debe tratar de preservar la cultura alimentaria de nuestro país. Debe luchar para que se mejore nuestra dieta. Estamos en unos momentos en los que los hábitos alimenticios de los españoles están deteriorándose gravemente. En un reciente estudio realizado por la Fundación Dieta Mediterránea, se ha puesto de manifiesto que uno de cada cinco niños barceloneses de 8 a 11 años no ha probado nunca un tomate, que el 15% no se ha comido nunca una naranja, que un tercio no sabe lo que son las espinacas, y que el 15% no conoce el sabor ni de la cebolla ni de la zanahoria. Esta es la dirección hacia la que Adriá debería orientar su influencia. Hacia la población en su conjunto. Ha llegado a un nivel desde el que no puede dejar de hacerlo. De lo contrario, su aureola podría desinflarse como las espumas con las que algunos pretenden identificar su trabajo.
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