Hace sólo diez años…
Junto con la Historia del Hotel-Escuela, comenzada en diciembre de 2006, empezamos a enviar a IH artículos de la actualidad de aquel momento. Estas publicaciones realizadas hace más o menos una década nos ayudan, en algunos casos, a comprender las enormes diferencias existentes entre aquellos años y los actuales. En estos dos artículos de opinión que traemos hoy, abordábamos un problema de entonces: el preocupante descenso del número de personas que deseaban trabajar en el sector. Las principales causas eran, por un lado, el boom de la construcción, y por otro, el sempiterno y especial sacrificio que comporta trabajar en hostelería. La eterna historia de tener que trabajar cuando otros lo pasan bien.
En el Hotel-Escuela no teníamos problemas, dada nuestra condición de Centro Nacional, ya que la convocatoria de cursos se extendía a toda España. Pero además, nuestra formación piramidal, de la que otro día hablaremos, nos permitía conocer ya a la mayor parte de los alumnos que solicitaban los cursos de especialización, por haber cursado anteriormente otro más básico.
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La crisis de las vocaciones (1)
Es algo natural que los países, a medida que se desarrollan y crecen, vayan dejando ciertos puestos de trabajo para personas que vienen de fuera. Viví ese proceso en Inglaterra en mi juventud y, gracias al fenómeno, pude trabajar en puestos muy interesantes del sector hotelero. Éramos muchos los españoles que, con distintas motivaciones, emigramos al Reino Unido y a otros países europeos. Pero el fenómeno es reversible. Es decir, no continúa de forma imparable en la misma dirección. Ello nos llevaría a una espiral en la que los inmigrantes ocuparan cada vez más puestos de trabajo y los nacionales, menos, de forma indefinida. En algún momento se alcanza el equilibrio y se para. Hay que pensar que los inmigrantes se van convirtiendo en nacionales y que – llegado un punto de saturación – ya no caben muchos más nuevos inmigrantes. Por otro lado, el estado de bienestar acaba no dando más de sí y hay que volver a competir por un puesto de trabajo que antes despreciábamos. Y la condición de “nacional viejo” – uso el término a semejanza de aquel “cristiano viejo” que lo era de varias generaciones – ya no vale frente a un nuevo nacional con los mismos derechos – tanto para puestos de la empresa privada como de la administración pública – con más inercia de esfuerzo y que a veces tiene más que ofrecer. El fenómeno enriquece al país con savia nueva y las personas que han crecido bajo una determinada cultura protectora se ven desplazadas por quienes lo han hecho en otra muy diferente de competencia y lucha por la supervivencia. No son teorías. Es la observación a través de los años.
No obstante, en este momento es la inmigración la que está solucionando nuestro problema de falta de vocaciones. Por poner un ejemplo, una conocida cadena de cafeterías española ha realizado un convenio con un hotel escuela de Bogotá para traer – de forma legal- la mayor parte de los cientos de alumnos que ésta forma cada año. Otras empresas se mueven con grave riesgo en el submundo de la contratación ilegal. Y otras unidades de producción hotelera ven como parte de sus trabajadores extranjeros legalizados optan por empleos mejor remunerados o con otras condiciones más favorables.
¿Que hace que la hostelería sea, junto con la agricultura, una de las dos cenicientas del mercado laboral? ¿Por qué se prefieren otras profesiones?
Hay razones claras y muy conocidas que son, además, difíciles – por no decir imposibles – de corregir. Una de ellas son los horarios, los turnos partidos y los trabajos en fines de semana y festivos. Otras son más bien de carácter cultural y proceden de un secular desprestigio de la profesión. No hay más que ver la forma en que ciertos periodistas especializados en “el corazón” utilizan una determinada ocupación como si fuera un insulto para referirse al pasado laboral de un cierto político corrupto. Eso no ayuda precisamente. Por el contrario, hay que destacar la inestimable aportación que los “chefs estrella” están realizando por el prestigio de nuestro sector. Gracias a ellos, se está viviendo una revitalización de la profesión de cocinero.
La crisis de las vocaciones (y 2)
En el número anterior esbozábamos el problema de las causas por las que existía en nuestro sector lo que dimos en llamar una “crisis vocacional”. Y aludíamos al importante impacto del entorno social en forma de un excesivo uso – por no decir abuso – de los mecanismos del estado del bienestar. Hemos de agregar que, durante generaciones, este mismo sistema nos ha estado enviando el permanente mensaje de que la formación profesional era una opción para los colectivos menos favorecidos, económicamente primero e intelectualmente después. Aún recuerdo las declaraciones de José María Carrascal (algunos jóvenes no sabrán quien es, y algunos menos jóvenes lo recordarán por sus llamativas corbatas), quien presentando críticamente el problema en uno de aquellos informativos de opinión de Antena 3 lo expresó con palabras muy crudas: “antes, la formación profesional era para pobres y hoy es para tontos”. El título universitario se presentaba – pues – como la única opción para salir de cualquiera de ambos encasillamientos. Consecuentemente, las profesiones de hostelería y turismo no se han librado de gozar de estos “privilegios” discriminatorios. Y los efectos de ese darwinismo social y cultural aún siguen pesando, aunque no se quiera reconocer.
Pero volviendo a las causas procedentes del propio sector, podríamos dividirlas en dos grupos fundamentales: el primero englobaría a aquellas que tienen su origen o causa en un problema de imagen, de carácter predominantemente subjetivo y que perjudica la atracción de nuevos candidatos y, en segundo lugar, las verdaderamente basadas en hechos objetivos y que afectan al abandono de los puestos de trabajo y a la rotación del personal. De estas últimas destacaríamos dos por su peso especifico y por ser totalmente evitables: “jefes difíciles de soportar” y “mal ambiente de trabajo”, dos caras de la misma moneda que tienen su origen en una deficiente preparación para los puestos de liderazgo.
Hace poco, un empresario hotelero me comentaba cómo dos nuevos mandos intermedios le habían causado verdaderos estragos en unas plantillas conseguidas tras años de acertada política y adecuada selección. Dos mandos que habían sido excelentes profesionales pero que sus competencias no incluían aquellas que más hubieran necesitado para su nueva misión: las relativas a la conducción de personas.
Tradicionalmente, en los ambientes formativos y académicos de España se ha venido ignorando sistemáticamente el desarrollo de estas disciplinas. Ni en Económicas, ni en Empresariales (en ambos casos lo sé por experiencia personal), se ha dado respuesta a estas necesidades. Tampoco se ha hecho en los títulos y diplomas más cercanos a la Hostelería y al Turismo. El problema era un desconocimiento de su verdadera importancia y la ausencia de profesorado para estas materias. Ya sabemos que muchas instituciones formativas son más dadas a enseñar aquello para lo que tienen recursos que lo que verdaderamente se necesita. Incluso muchos de los MBA’s que han proliferado por nuestra geografía llenan sus programas con ingentes cantidades de información orientadas a funciones financieras, comerciales y de producción (sin contar los importantes rellenos en temas puramente administrativos), evitando todo el enorme “corpus” que en la literatura anglosajona se conoce como “management”. En España, éste se adelgaza hasta límites insospechados y se califica como “administración de recursos humanos”, nombre de por sí ya equívoco y que induce a error. No sé que es lo que hace falta para que haya una clara conciencia de que los recursos humanos no se administran, que lo que verdaderamente se gestiona es una organización. Pero ello haciéndolo siempre, a menos que sea unipersonal, con el imprescindible concurso de otros seres humanos. Y es que esa, la de conducir personas, es una función no específica de un departamento, como podría ser el de personal, sino que – como hemos dicho antes –ha de ser desarrollada por cualquier trabajador al que se le encomiende la dirección de otros, por pequeño que sea su número. La posesión y demostración de estas competencias – que no hay que confundir con las manidas “dotes de mando” procedentes del entorno castrense – han de constituir, por tanto, una condición irrenunciable a la hora de poner en las manos de alguien nada más y nada menos que el presente y el futuro profesional de un conjunto de personas, con todo lo que ello significa en el desarrollo y en la calidad de sus propias vidas.