El viernes 20 de marzo de este año, el llamado “viernes de dolores”, ocurrió uno de los más trágicos sucesos que me ha tocado vivir a lo largo de mi existencia. Mientras regresaba de una cena, usando su motocicleta para probablemente devolverla a casa, con su esposa siguiéndole en un coche a pocos metros de distancia, la scooter de Pablo Moro hizo un extraño y cayó al arcén. Las primeras noticias no dejaban lugar para la esperanza, ya que indicaban que había muerto en el acto.
El hecho de que luego se supiera que sufrió un ictus no le quita al suceso un ápice de su ilógica crueldad. Que un hombre de 51 años, casado, con tres hijos pequeños y sin enfermedades conocidas sufra este golpe del destino, te crea – además de un enorme sufrimiento – una confusión visceral sobre lo que muchos llaman destino. Porque no creo que ningún supuesto ser superior se involucre en estas cuestiones. Desde siempre, mi agnosticismo me ha relevado de culpabilizar a mis símbolos culturales cristianos.
Si los amigos de Pablo nos vimos de esta forma afectados, no quiero ni imaginar lo que pudo sentir la familia. A toda ella, mis profundas condolencias, mi respeto y mi adhesión.
Pablo Moro ganó un concurso de méritos para ocupar la plaza de Administrador del Centro Nacional de Hostelería y Turismo del INEM. Su responsabilidad era la jefatura de la gestión económico-administrativa de la unidad. Planificábamos los objetivos conjuntamente con otros miembros de la estructura, y luego Pablo se encargaba de elaborar los prepuestos y de conseguir los medios económicos y materiales para alcanzar dichos objetivos. Pronto se convirtió en una persona de mi absoluta confianza, en el amigo en quien te apoyas cuando las decisiones que has de tomar necesitan de más de una lectura y consideración. Su presencia en el Centro me permitió ausentarme para realizar otras funciones por cuenta del INEM en el extranjero. Y pronto, su capacidad de gestión, muy superior a la requerida por sus ya complejas funciones, no pasó desapercibida para quienes pensaban en asignarlo a otros propósitos de mucha más proyección. Supongo que lo consultó conmigo porque nos lo consultábamos todo. Pero sabía que yo le animaría a emprender un nuevo camino que le auguraba fulgurante. Y en condiciones normales, tendría que haber sido así.
El domingo 20 de marzo, mi mujer y yo estuvimos en su funeral, aunque de una forma íntima y recogida, a pesar de la inmensa cantidad de personas que se agolpaban en el interior de la iglesia y sus alrededores. Malen, si cabe, le profesaba a Pablo un cariño probablemente aún mayor, un cariño también correspondido por él. Esa intimidad buscada hizo que nos mantuviéramos al margen de cualquier otro acercamiento. La persona que nos importaba de verdad era Pablo, y ya no estaba allí.
Albergaba la esperanza de que, antes de abandonar yo este mundo, pudiera llegar a comprender, a través de sus labios, algo que sucedió después de su salida del Hotel-Escuela. Pero lo ilógico de la vida me ha arrebatado esa posibilidad. Ya no podrá ser.